viernes, 1 de febrero de 2013

Ave de febrero: Grulla común.


     Con poco más de veinte años siendo un joven estudiante de derecho solía dedicar los días a jugar al mus, a tomar una cerveza con los amigos a los pies de la torre del Gallo y a estudiar lo menos posible para aprobar mis exámenes. Los estudios, eran la excusa perfecta para pedir el coche a mis padres; ¡dejadme las llaves, que voy a la biblioteca!, solía decirles. Conseguido el Renault 5, este me conducía por la carretera de Vecinos dirección Linares encaramándome a cualquier alto de la sierra de las Quilamas donde pasaba largas horas. Por aquel entonces, ni mis mejores amigos conocían aquellas misteriosas desapariciones.

     Fue una tarde del invierno, cuando estando tumbado al sol medio dormido en el Cervero, me despertó un sonido del cielo que llamó poderosamente mi atención. Al incorporarme, y tras buscar en todas las direcciones, observé unas aves que volaban en dirección norte en forma de “V”. Por aquel entontes, no me interesaba demasiado el mundo de las aves y en mis excursiones a la sierra sólo buscaba la tranquilidad tras una juerga nocturna y el desconectar de la ajetreada vida estudiantil. Después, en muchas ocasiones, se repitió la escena; unas veces iban hacia el sur, otras al norte, pero siempre me quedaba absorto viendo su ruidoso paso preguntándome hacia donde se podían dirigir.

     Unos años después ya habiendo terminado mis estudios, realicé un viaje a Escandinavia a finales del mes de abril. Estando a las orillas de un lago escuché un sonido que era muy familiar. Caminé un poco por la orilla y pude ver un grupo de aves de patas y cuello muy largo, una llamativa mancha roja en la cabeza y un largo penacho en la cola. Al percatarse de mi presencia, tomaron carrerilla y emprendieron el vuelo, tomando una formación completamente reconocible para mí. En ese momento no tuve la menor duda que eran las mismas aves que me habían sobrevolado tantas veces. 


     Al invierno siguiente, me enteré que una parte de ellas invernaban en el Pantano de la Maya. Empecé a observarlas discretamente en silencio durante años, tratando de acercarme a ellas lo más posible, incluso llegando a trepar a las encinas para pasar desapercibido. En el último momento, siempre lograban esquivarme marchando lejos. Una fría tarde noche volví a esconderme tras unos carrascos y una encina en una orilla del embalse. Como siempre, pasaron dos o tres bandos por delante para terminar a más de trescientos metros. Cuando iba a marchar, vino un pequeño bando por mi espalda, y tras unos cuando giros, se posaron a poco más de cincuenta metros, y luego otro, y otro… Tenía varias grullas apenas a diez metros y al final me encontraba poco menos que rodeado por centenares de ellas. Podía ver al trasluz el vaho por sus narinas, escuchar su trompeteo y hasta su respiración. Me quedé sin moverme y casi sin respirar hasta las diez de la noche. Era el domingo veinte de febrero de 2005.


     Siempre espero ansioso la llegada del otoño para encontrarme con las primeras grullas. Entrado el invierno, invento cualquier triquiñuela para engañar amigos y familiares para llevarles a ver grullas entre las encinas y esperar su entrada a sus dormideros del embalse de La Maya. El frío, la dehesa con el fondo nevado de Béjar y el silencio roto por el trompeteo de las grullas me provocan una tranquilidad y excitación muy contradictoria pero igualmente muy intensa.

Por cierto, en Suecia me dijeron que si alguna vez veía una grulla sola realmente era un hada.



Ángel González Mendoza.

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